Vendiendo dulces italianos en un pueblo japonés
«Irasshaimase! Irasshaimase!»
Oye, ¡cómo me gusta decir irasshaimase (bienvenido) a los japoneses que pasan delante de mí como si no existiera! Algo así pensaba yo de vez en cuando mientras hacía mi segundo voluntariado con Workaway. Yo intentaba ser amable, pero la gente pasaba de mí y de la otra voluntaria. No querían probar las muestras que les ofrecíamos. Apenas nos miraban. Nosotras resistíamos ahí de pie, con el hilo musical del supermercado de fondo, mirando cómo algunos de los clientes más mayores -en general todos superaban los 50- subían las escaleras a duras penas.
En septiembre pasé dos semanas con una familia en el campo cerca de Okayama. La familia está compuesta por la mujer, Yoshimi (33 años), su marido Katsutaka (42), y sus hijas Amika (4 años) y Honoka (un mes). Yoshimi se dedica a hacer salaminos, un dulce italiano, y Katsutaka cuida de sus uvas. Hace ya unos cuatro años que acogen voluntarios con Workaway para ayudarles a vender sus productos y realizar otras labores.

A la izquierda están los salaminos, y en el centro la granola y galletas hechas con trozos de uva.
Al principio echaba en falta un poco de acción. Los primeros días estuve con Sophie, una voluntaria americana muy maja que habla japonés, y las horas en el puesto se me hacían eternas.

A la derecha está Sophie, y a la izquierda una señora que tiene la afición de intentar tocarle una teta a las voluntarias extranjeras (no es broma).
Poco a poco fui acostumbrándome, y además empecé a pasar más tiempo con Yoshimi, que es una persona encantadora. Al cabo de una semana allí llegó Cécilia, una voluntaria francesa que ha vivido casi toda su vida en Costa de Marfil y Senegal. Una joya de persona. Para entonces ya me sentía mucho más integrada en la familia, y estaba como en casa.

Cécilia en la cocina, sellando bolsas para los salaminos.
Los voluntarios duermen en una casa que está a cinco minutos de la de Yoshimi y Katsutaka. Las casas tradicionales japonesas que yo he visto -que varían según la región- son bastante peculiares. Da la sensación de que no hay paredes. Cada habitación está separada por puertas correderas muy finas, y la parte delantera de la casa consiste normalmente en puertas de cristal. Ya está. Además, las ventanas suelen ser opacas, de manera que no puedes ver lo que hay en el exterior.

Éste futón fue mi cama durante dos semanas.

Éste era el rincón de Sophie.
Una noche tuve la osadía de hacer una tortilla de patatas. Aquí podéis ver el resultado. Seguramente un chef de alto postín diría que se trataba de una tortilla deconstruida, aunque básicamente era un engendro de tortilla.

Mi tortilla deconstruida.
Otra noche hice croquetas siguiendo la receta de Chicote. Acabamos cenando a las nueve y media -osea, dos horas y media más tarde de lo normal.

Ahí están las croquetas. Y Yoshimi y Katsutaka muertos de hambre.
Yoshimi y Katsutaka tienen una vida de estilo más bien alternativo en Japón. No trabajan en una oficina. No trabajan trece horas al día. No deben apretujarse en el metro cada mañana, ni tienen que preocuparse de no perder el último tren de vuelta a casa. No creo que ganen mucho dinero, pero tampoco tienen demasiados gastos.

La cena: arroz, sopa de miso con algas, ensalada de patatas y verduras.
Para mí ésta ha sido una experiencia interesantísima. Me ha permitido vivir en una casa antigua con un wáter tradicional (en la siguiente foto), conocer un poquito de la vida en el campo, probar comida casera y relacionarme con una familia en su propio hogar. A día de hoy me queda un mes más en Japón, pero la verdad es que siento que ya he encontrado todo lo que andaba buscando.

El wáter. Daba un poco de miedito. No tiene tuberías, y todos los desechos van a parar a una fosa y se quedan ahí hasta el fin de los días.