Las copas vacías en mi mesa
Ya estoy aquí.
Y aquí no tengo cubos con quintos de cerveza a tres euros, ni un local llamado Nylon lleno de hipsters con barba peluda, ni vendedores de mecheros y gafas ridículas por la calle, ni noches en casa de Manuela y Dani, ni tardes de birras con Mar y Tina hablando de mil cosas, ni Guillem con sus tatuajes y sus historias barcelonesas, ni baño compartido con mis hermanos, ni gatos gordos paseando entre mis pies, ni a mis padres tomando un té a las siete de la tarde, ni bici, ni alumnos de inglés, ni futbolines, ni el Calipso con decoración hawaiana, ni programas basura con gente que se grita.
Y sí, allí tenía todo eso, mezclado en un fondo de cómoda y agradable repetición que me gustaba pero no me satisfacía. Lo cual no quiere decir que no me diera pena despedirme de esas caritas sonrientes, de esas carcajadas ahora sólo en mi memoria, que me dijeron adiós y me hicieron llorar de la risa otra vez, cuando nos juntamos a cenar y beber y salir en mi último sábado por la noche en casa. Ahora me vienen muchos recuerdos a la cabeza, todos preciosos, auténticos, diferentes, como si todo lo que he vivido este tiempo hubiera sido en realidad una gran aventura y nunca debiera haberme ido de allí.